Su
táctica era insistir. La de su madre era convencerlo de que tener que ir a su
casa cada tarde, no era una necesidad ni para el pastor ni para él.
Aquella
guerra fría duró hasta que una de las profesoras del pequeño Elías, se asombró
de sus conocimientos de botánica y se lo hizo saber a sus padres.
Pasaron
algunos años, pero cada vez que su amigo
regresaba después de meses buscando pastos, Elías recontaba el rebaño,
jugaba con los perros y escuchaba historias que lo conmovían. Así hasta que una
de las veces, llegado el momento en que el viejo Arturo se disponía a iniciar
el cambio de lugar de su rebaño, Elías, que el día anterior había sido su
cumpleaños, le pidió que se quedara descansando.
–Yo
haré la trashumancia –dijo.
–¿Quieres
que tus padres se suiciden o me ahorquen?
–Es un
tema que tengo resulto y, de la mejor manera.
Arturo
cerró los ojos y sonrió levemente.
–Entonces
vete. Recuerda lo que has aprendido desde niño. La soledad será lo
suficientemente frecuente para traerte silencios que arrancarán de ti lágrimas
y deseos; intuición y coraje que acabarán por fortalecerte. Te he enseñado a
cuidar de las ovejas y de ti, pero estés donde estés, cualquier duda que tengas
pregunta. Pregunta las veces que sean necesarias, todo lo que te rodea estará
preparado para darte la respuesta acertada. Nunca pierdas de vista a Das,
Zalamero, Betún y Tristán. Reza antes de acostarte y confía.
Las
primeras semanas habían pasado rápidas y sin mayores complicaciones. En ellas
había podido experimentar la sensación de dormir vestido y del calorcito de los
primeros rayos de sol quitándole el rocío de la noche. Tampoco le faltaron
oportunidades para poner en práctica muchas de las cosas que le había enseñado
su maestro. Le había hablado de tantas situaciones, de tantas…pero nunca le
había advertido de lo que estaba sintiendo en aquel momento. A varios
kilómetros de su casa, con la compañía exclusiva de su rebaño, sus perros y la
naturaleza, le parecía imposible escuchar aquel ruido, ¿qué estaba pasando?.
Elías, tenía miedo.